Crítica: Nickel Boys

Por David Sánchez

En Nickel Boys, RaMell Ross nos sumerge en una experiencia cinematográfica inusual, transformando la poderosa narrativa de la novela de Colson Whitehead en un experimento visual que desafía las convenciones del cine narrativo. La película, ambientada en un reformatorio de Florida, busca hacernos sentir, a través de un punto de vista radicalmente íntimo, los dilemas y las emociones de sus protagonistas.

El recurso más distintivo de Nickel Boys es su perspectiva visual: toda la película está grabada casi enteramente desde los ojos del personaje principal Elwood (Ethan Herisse). Este enfoque es, sin duda, audaz y singular. Los movimientos de cámara reflejan los gestos naturales de una persona: desviándose hacia los zapatos de alguien, hacia el suelo, o explorando detalles aparentemente insignificantes del entorno como piernas, un globo que se lo lleva un ventilador, etc. Al principio, esta elección estilística puede resultar incómoda, casi alienante, pero a medida que la película avanza, uno comienza a aceptar esta mirada íntima, incluso a apreciarla como una manera de habitar plenamente la subjetividad del protagonista.

Sin embargo, esta misma innovación puede convertirse en una desventaja. Aunque el concepto es fascinante, en ocasiones la cámara parece perderse en banalidades, ralentizando el ritmo y dejando que la narrativa se diluya en escenas que, aunque estéticamente interesantes, aportan poco al desarrollo emocional o temático.

La banda sonora, que combina suaves melodías con largos silencios, refuerza el carácter contemplativo de la película. En momentos, esta música eleva la experiencia, ayudándonos a conectar con la calma melancólica del protagonista, pero también hay instantes en los que parece reforzar una sensación de monotonía. Esto resulta paradójico: la música quiere conmover, pero termina subrayando la falta de dinamismo en ciertas escenas.

Uno de los aspectos más intrigantes de Nickel Boys es cómo borra las líneas entre ficción y documental. Hay secuencias que, por su textura visual y por la forma en que se estructuran, parecen fragmentos de un documental histórico, de hecho al final se ven imágenes de archivo. Esto refuerza la sensación de que la película busca ser más que una narración: un documento sobre la lucha y resistencia de los afroamericanos, desde la era de los derechos civiles hasta la actualidad.

Sin embargo, este enfoque genera un desequilibrio. Mientras que la estética documental aporta autenticidad, también diluye el impacto dramático de las relaciones entre los personajes, particularmente la amistad central entre los dos protagonistas, que debería ser el núcleo emocional de la historia.

Algo inesperado, casi surrealista, es cómo las piernas de los personajes, de las que ya hablamos en líneas más arriba, adquieren protagonismo. Al optar por desviar la cámara hacia los pies en lugar de centrarse en los rostros, Ross transforma un detalle cotidiano en un símbolo visual. Las piernas que caminan, corren o simplemente descansan se convierten en una metáfora poderosa de movimiento, resistencia y lucha. Aunque este recurso podría parecer trivial, en Nickel Boys adquiere un peso poético que resulta sorprendentemente eficaz.

Esta obra es, en esencia, una película experimental que desafía al espectador a abandonar las convenciones del cine convencional. Su audaz perspectiva visual y su estética documental ofrecen una experiencia única, pero también evidencian las limitaciones de un enfoque tan radical. La narrativa se siente a veces fragmentada, y las relaciones humanas pierden fuerza frente a la experimentación formal.

A pesar de sus defectos, la película es una propuesta valiente que merece ser vista, aunque solo sea por el riesgo que asume al contar una historia de lucha y resistencia de una manera que pocos se atreverían. Una obra que no dejará a nadie indiferente, ya sea por admiración o por frustración.

Opinión: 3,5/5

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